Musicos en PARQUE GUELL Fotografía original de Carlos Neri, incluida su edición.

febrero 06, 2006

Una historia pequeña por Carlos Penelas

Como nos tiene acostumbrado el Poeta Carlos Penelas nos envía un texto exquisito sobre las desventuras de la tecnología y la virtualidad

Una historia pequeña

Sensible a la conciencia del tiempo que pasa y al imperio del sufrimiento, el hombre decide dejar de fumar. El hombre sabe que eso no basta y entonces decide tomarse la presión con regularidad, comer sin sal, eliminar los dulces, las carnes rojas, caminar treinta cuadras por día. El hombre sabe que el mundo es una mezcla de dadaísmo y surrealismo metido en la vulgaridad de la vida y la conciencia burguesa. El hombre sabe que vive una crisis profunda y que su visión de las cosas encuentra su mitología en la espera. Ausente por momentos de lo que sucede en la sociedad el hombre piensa que la imaginación lo salvará. El hombre decide cerrar la puerta de su habitación y no escuchar más a su mujer, a su suegra ni a sus vecinos. Sospecha que la sensación de angustia y de soledad son, en gran medida, producto de ellos. Que la mentira del mundo pasa por ellos, que las instituciones o las guerras son secundarias. O mejor dicho son el mal planificado pero que en realidad en lo cotidiano se teje la locura. Se ha vuelto desconfiado del psicoanálisis, de la historia y de los textos poéticos. Ahora en su habitación el hombre exalta el anticonformismo y el sueño, la creación del inconsciente. Emprende una sutil búsqueda de sí mismo.

Después de leer en un diario que a partir de unos días se podrán ver series de TV en el celular, el hombre decide dormir la siesta. Es en los Estados Unidos, pero sabe que significa eso. Habrá versiones reducidas de tres a cuatro minutos de la serie 24. Se habla en un principio de ciento treinta y seis mil clientes. Bajaron un millón de productos. Por ahora será gratis, en breve los servicios se cobrarán. Estudian qué quieren ver los consumidores. Hay psicólogos que ya tratan la adicción al correo electrónico.
El hombre decide llamar a un amigo, a un poeta. Carlos Penelas, lector de Dino Buzzati, admirador de sus cuentos, lo escucha con atención. Lo escucha por teléfono pues el hombre no desea ver a nadie. El hombre le habla con pausa, con serenidad de ciertas zonas, de la movilización de los sentimientos, de las imágenes que evidencia la belleza de una mujer o una obra clásica. Hace una adecuada interpretación de figuras fantasmagóricas, de emblemas, de recuerdos. El hombre le cuenta de su niñez y de su tedio, del siglo XVIII, de los años de negligencia, de una iglesia parroquial. El poeta lo escucha en silencio, sabe lo que el hombre necesita. Sabe que está en una habitación de un barrio suburbano, que por las noches escucha los misterios del mundo y los secretos del alma.
El poeta decide llevarlo hacia la felicidad, al menos `por un instante. La tarde anterior había recibido un correo electrónico, hermoso, de su generoso amigo José Martínez Suárez. Es un breve fragmento del libro Cine o Sardinas, de Cabrera Infante. Un texto bello y significativo. Resuelve hacer una fotocopia. Resuelve tomar un colectivo y llegarse hasta su casa. Deja un sobre con el texto debajo de la puerta. El hombre lo lee al atardecer y sonríe. El hombre, a la mañana siguiente, va a una plaza del barrio y mira el mundo de otra manera. Sabe de la vulgaridad de la vida, de los odios, de los rencores. Pero mira de otra manera. Este es el texto, caro lector. Que lo disfrute.
“El recuerdo de Tony Curtis (de Marilyn Monroe) es bien diferente y nada deferente: es irreverente. Los dos fingieron juntos varias escenas de amor tórrido en un Miami de cartón en Una Eva y dos Adanes: ella estaba casi desnuda de veras; él llevaba gafas que nublaban la pasión disimulada. ‘¿Cómo fue el beso de Marilyn?’, le preguntaron a Tony Curtis después. ‘Como un beso de Hitler pero sin el bigote’, contestó Curtis que es judío. ‘Además, no usaba desodorante’. Como Hitler.
Hacia el final de su carrera -es decir, de su vida- Marilyn se volvió una actriz chabacana y chapucera. O indiferente.
En esa escena con Curtis, en que él la enamora mientras mordisquea un muslo de pollo, ella no tenía más que un breve parlamento. Pero siempre se equivocaba, casi adrede. La toma tuvo que repetirse veintisiete veces por culpa de ella, y Tony Curtis se vio obligado a comer otros tantos muslos fríos. Al final él quería darle a ella mordiscos. No de amor sino de rabia.
Curtis no fue cortés, pero el director, Billy Wilder, fue cortante: ‘Ella es costosa y poco profesional, es verdad. Pero tengo una tía en Europa que es muy profesional y cobraría muy poco. Todos pagan por ver a Marilyn vestida, pero... ¿quién va a pagar un dólar por ver a mi tía con un camisón transparente?”


Carlos Penelas
Buenos Aires, febrero de 2006